divendres, 18 de febrer del 2011

Historias fictícias

Me levante de mi humilde, fría y triste habitación. Eran las siete y como todos los días me fui a la ventana i miré al montón de basura que nos dijeron que se llamaba montaña cuando íbamos al colegio. Me puse la ropa blanca de cada día. Salí y me añadí a la cola que hacía rumbo para llegar al comedor. Todos íbamos con la misma ropa y caminábamos con el mismo paso. Parecíamos soldados o robots. Después del matutino almuerzo de una tostada con queso y una taza de leche con chocolate, nos dividíamos según la altura y la capacidad de luchar. Mi grupo era el más alto y el más capaz de luchar. Nos entrenaban en un patio descubierto con armas láser cómo las de Star Wars. Pero las nuestra hacían daño y varios de los nuestros habían perdido la vida. Solo restábamos éramos los mejores. Incluso nuestros entrenadores lo decían y no querían luchar con nosotros por miedo. Éramos el mejor grupo de toda la historia que hubiese tenido el reino. Nos entrenaban de las ocho de la mañana hasta el mediodía, parábamos para comer y luego, por la tarde corríamos por los campos de exterminio o nadábamos por la desembocadura. A veces también nos hacían ir al gimnasio. Cundo corríamos adelantábamos a todos los grupos y incluso los entrenadores profesionales estaban por detrás de nosotros. Los niños nos idolatraban porque parecíamos liebres y nos querían alcanzar cuando pasábamos por su lado. Cuando nadábamos ocurría lo mismo, incluso los mil peces iban detrás de todos nosotros. En el gimnasio solíamos divertirnos más porque nos pasábamos las pesas como si fueran peluches. La gente nos respetaba y nos amaba. Un día como cualquier otro no levantábamos, pero en lugar de ir al campo de para luchar nos vendaron los ojos y nos metieron en una camión. Nos reíamos sin parar porque pensábamos que era un juego, pero cuando nos hicieron bajar del camión y nos quitaron las vendas, empezamos a verlo todo. Estábamos en un lugar nuevo, diferente y que no habíamos visto nunca. Seguramente se encontraba fuera de nuestras fronteras de vigilancia. Todo era negro, el suelo, los árboles, como si estuviera arrasado por la llama de un fuego que calcinó hasta la última molécula. El aire era muy cargado y molesto. Los entrenadores nos miraban con cara de rabia y desprecio. Su cara nos mostraba odio hacía nosotros. Los idolatrábamos cuando éramos unos niños pero ahora veíamos lo que pretendían. Querían perdernos de vista para que siguieran siendo los héroes del momento. Se subieron al camión otra vez y nos abandonaron allí como dejados de la mano de dios. Les vimos alejarse del lugar a toda prisa. Nos miramos durante unos segundos y empezamos a correr detrás del camión gritando sin parar. No podíamos alcanzar el camión porque ese aire cargado de dióxido de carbono no impedía respirar con facilidad y tuvimos que parar porque todos tosíamos. Teníamos la cara roja y nos sacamos la camisa porque teníamos que respirar de alguna forma u otra. Nos tiramos al suelo para buscar el frescor del negro suelo pero no tuvo resultado. Cuando anocheció el aire se relajó y nos permitió respirar bien y decidimos volver a correr pero sin saber la dirección. La última vez que vimos el camión se fue hacia el sur pero no sabíamos hasta que punto debíamos seguir la dirección. Nos preocupamos mucho por nuestro amigo más joven que empezaba a temblar y a pararse constantemente. Se cayó al suelo al cabo de un rato y no se levantó. Le abrigamos y le cogimos en brazos. Hacíamos turnos y sin darnos cuenta ya estábamos e nuestro territorio, reconocíamos las piedras por las que pasábamos y veíamos las luces de la típica celebración que se daba lugar cuando se habían desecho de un diablo o un espíritu endiablado.

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