Se
que me hablan, y que debería escuchar. Mis auriculares no me dejan
oír nada más que mi música estridente. Mi capucha me esconde de
las miradas de la gente. No veo más allá de una pasa. No me atrevo
a levantar la cabeza. Las miradas de los ojos de mis compañeros se
me clavan. Todo empezó cuando nos dijeron que teníamos una
oportunidad, nuestra clase tenía la oportunidad de ir de excursión
a la playa, una playa de arena blanca. Nos pasaríamos todo el día
tumbados, jugando y bañándonos. Sería la mejor excursión que
nunca una clase de cuarto habría echo. Sólo debíamos cumplir con
dos sencillas reglas: que ningún alumno recibiera un punto negativo,
por lo tanto que ningún alumno se metiese en problemas, hiciera los
deberes, no se dejara el material, y no llegara tarde; la siguiente
condición era que en un mes no podíamos quejarnos por los deberes,
los exámenes, y trabajos que el profesorado nos pusiese, y no podían
suspender más de dos o tres personas en una misma prueba. Todo iba
muy bien, en algún examen habían suspendido dos personas y en otro
tres pero nos habíamos puesto las pilas. Pero la última semana la
compañera que se sentaba junto a mi se dejó el libro de mates. Él
profesor estaba a punto de llegar, y yo no quería que fuera culpa de
ella, el echo de que no pudiéramos ir a la playa, así que sin más
le dí mi libro y el profesor entró a la clase. Nos pidió el libro,
y cómo era evidente yo ya no tenía el mio. La clase entera se quedo
en silencio, todos entendíamos lo que pasaba, ya no podíamos ir.
Cuándo salimos al recreo, todos se alejaron de mi, excepto mi
compañera, que no entendía porque le había dado el mío, pero yo
si. No quería que pasara por lo que yo estaba pasando, todo cuarto
me odiaba en ese momento. No sabían lo que había pasado, y tampoco
quería que lo supieran porque después le echarían la culpa a ella.
Han pasado ya dos días y no puedo ni entrar en la clase sin que
nadie diga algo. El silencio de mis compañeros es el precio de una
amistad.
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